Nunca he dedicado mucho tiempo a leer poesía, pero siempre he tenido con ella una relación un tanto especial. En mi casa, de niña, no había biblia, así que los únicos libros que se abrían de manera habitual para su consulta y estudio, eran la enciclopedia y un libro titulado "las mil mejores poesías".
Es un libro de tapa dura y roja. Tiene el lomo pintado en rojo. Es pequeño pero grueso. Todo esto es de lo más normal, pero lo que hacía especial este libro es que mi madre y yo lo leíamos a ratos sueltos y marcábamos, cada una, una poesía que nos gustaba. Si se mira de perfil, se pueden ver decenas de páginas marcadas, cada una con una poesía que a alguna de las dos nos tocó el corazón cuando las leímos por primera vez.
Ese libro me descubrió a Santa Teresa de Jesús, y me aprendí una de sus poesías. Esto me sirvió tanto para ganarme un aguinaldo en Navidad, como- años después- para recitarla en la radio del instituto. Esas poesías, las que aprendes de pequeño por puro placer, no se olvidan. En la escuela me obligaron a aprenderme muchas, y a recitarlas en clase, de estas no recuerdo ni una sola. Las que aprendí sólo por el placer de saberlas, de leerlas con la entonación adecuada, de descubrir en cada uno de los versos algo nuevo en cada lectura, son las que permanecen en mi memoria.
En la última visita a casa de mi padre, le pedí poder llevarme el libro rojo. Aún hoy disfruto abriéndolo al azar, y leyendo la poesía que tenga a bien mostrarme ese día.
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4 comentarios:
Yo quiero escucharte recitar esa poesía.
Yo quiero escucharte recitar esa poesía.
Yo quiero escucharte recitar esa poesía.
Jajajaj! Para eso me tienes que pillar con una copa de más...
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