martes, 23 de febrero de 2010

¡A comer!

Hace ya algunas semanas que frecuento el mismo bar para comer el martes al mediodía. Hace ya algunas semanas que vi a dos señores de unos setenta y tantos años comiendo juntos. Cada martes están allí.
Van bien vestidos (traje y corbata), se colocan la servilleta a modo de babero para no mancharse, comen, se miran de vez en cuando, a veces hablan con la camarera. El otro día me senté en la mesa que había vacía a su lado. Yo como sola, así que la poca distracción que tengo es mirar a mi alrededor y observar. Durante toda la comida se dirigieron un total de cuatro frases el uno al otro.
Y entonces mi imaginación se dispara... son hermanos o amigos, y quedan todos los martes para comer juntos. Lo hacen porque es una tradición desde hace 20 años, cuando ambos eran abogados en activo (lo de abogados lo digo porque el bar está cerca de los juzgados) y ahora ya no tienen pleitos para explicarse, ni amantes de las que alardear.
O quizás sean dos funcionarios de la Generalitat (también hay cerca un edificio de la Generalitat) de esos que no quieren jubilarse nunca, que se pasan el día juntos desde hace más de veinte años. Y comen juntos porque así se sienten acompañados, pero con el paso de los años se conocen tanto que ya no tienen nada más para explicarse.
O quizás son espias que se sientan y se mantienen callados porque están investigando a alguna de las múltiples personas que cada martes comen en este bar. Su silencio se debe a que así pueden oír mejor lo que pasa a su alrededor, pero en realidad se morirían de ganas de poder tener una conversación estúpida y trivial.
O quizás esto de comer sola no acabe de ser una buena idea, porque mi mente vuela, vuela, vuela, y en una de estas se estampará contra el techo de la sala.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Propiedad privada

El lunes fue uno de aquellos pocos días al año en que no iba motorizada. Esos días me ayudan a observar mejor el ambiente, notar el latido de la ciudad y fijarme en ciudadanos anónimos de los que te cruzas por la calle. Esta fue mi observación:

Había un señor de unos 50 años, tomando un café con leche en un bar. Era indigente, se veía claramente por sus ropas, el gorro de lana, la barba descuidada, y las capas y capas de ropa que vestía. Era el único cliente del bar, y me sorprendió gratamente que le hubieran dejado sentarse en una mesa.

A pesar de estar sentado en una mesa tranquila de un bar con grandes ventanales, parecía inquieto por algo. Se le veía preocupado, y miraba continuamente hacia algo que estaba en la calle. Siguiendo la dirección de su mirada descubrí el objeto de sus deseos e inquietudes: había un carro del supermercado repleto de objetos (ropa, mantas, platos sucios, trozos de hierros, muñecos, zapatos, etc.) sucios y viejos.

Entonces entendí el motivo de su angustia. Él sabe que en Barcelona no puedes dejar absolutamente nada de valor sin vigilar en la calle, y lo que le preocupaba es que mientras tomaba el café tranquilamente en un bar, algún chorizo de poca monta le robara sus propiedades.